En el mes del Alzheimer
Setiembre ha sido tomado desde hace unos años como «mes del Alzheimer». Desde 1994 la Organización Mundial de la Salud y la Federación Internacional de Alzheimer establecieron concretamente el día 21 como «Día Mundial del Alzheimer». En ese marco, días pasados tuvimos oportunidad de acceder, por gentileza de su propio autor, al cuento “En memoria”, del salteño Amado Dubarry. Hoy lo compartimos con los lectores de EL PUEBLO.

Amado Dubarry Bernhard nació en 1958. Es un conocido comerciante que, además, ya ha impuesto su nombre en las letras salteñas: obtuvo reconocimientos en concursos literarios (por ejemplo, en uno de “microrrelatos” organizado por Antel y otro que organizó la fundación Camilo José Cela, de España) y tiene publicaciones propias, como la novela “Puñado de piedritas blancas”. Durante algunos años asistió al Taller literario Horacio Quiroga, que dirigía Leonardo Garet en la Biblioteca Felisa Lisasola.
EN MEMORIA
-¡Mami, el abuelo se ensució otra vez!
-¡Oh no, no, recién lo cambié!
Retiro la cacerola con la cena de la hornalla, me tomo dos minutos para secarme las lágrimas de frustración y rabia, y ya más calmada me pongo los guantes de goma y voy al comedor.
En la mesa grande mis hijos hacen las tareas escolares; la nena de once y el varón de ocho. Fue él quien me llamó. Sentado en un sillón papá mira televisión sin ver, como ya hace tiempo, ajeno a todo. Telón para otro día “normal”.
¿Cuándo tendré un mañana distinto?
Mamá murió hace cinco años, y hace dos que mi marido se fue.
A los sesenta y ocho años papá era aún un concertista estupendo. Lo acompañábamos con orgullo en sus giras por las mejores salas del país; ya no viajaba al exterior porque los viajes largos lo agotaban. Así nuestro pequeño séquito -mamá, mi marido, los niños pequeños y yo- recorrió todos los lugares donde él actuaba. Nos llenaba de gozo ver la consideración con que lo trataban (y a nosotros), reverenciando el talento que poseía. Mi marido adecuaba su actividad laboral para que pudiéramos estar en todas las presentaciones y no dejaba de pavonearse a expensas de papá. Yo me sentía la mujer más dichosa del mundo.
Entonces mamá enfermó. Dos meses bastaron para que el cáncer diera cuenta de ella. Perdimos de un soplo su amor, su comprensión, sus caricias y su eterno optimismo. En todo ese tiempo papá no se apartó nunca de su lado, olvidándose por completo de su vida de artista. Cuando ella murió, él comenzó a morirse.
Notamos su decadencia acelerada; olvidaba hechos recientes, dónde guardaba las cosas, no se alimentaba, desatendía por completo su aseo personal. Y no volvió a tocar el piano. Si bien no recordaba lo que había hecho el día anterior, o un rato antes, evocaba con claridad hechos de su niñez, o las circunstancias en que conoció a mamá cuando se enamoraron hacía más de cincuenta años. Y detallaba de continuo el momento en que le regaló el anillo de compromiso, en la mesa escondida de un sucio cabaret donde ganaba sus primeras monedas como músico; recorrimos, angustiados, consultorios de especialistas médicos de todos lados, que al final terminaron poniéndose de acuerdo en un solo diagnóstico: Alzheimer. La muerte de mamá pareció ser el detonante para acelerar el cruel proceso.
Todo se precipitó. Fue necesario vender el apartamento de mis padres para cubrir los gastos y lo llevamos a nuestra casa. En pocos meses él dejó casi completamente de hablar, no caminaba si no lo obligábamos, no tenía control de sus necesidades corporales y le dábamos alimento en la boca. Ya no me reconocía, y la única reacción que podía haber en él eran sus lágrimas, creo que de vergüenza, cuando lo aseaba conteniendo las mías. Cada día teníamos que cuidarlo y atenderlo más. Mi marido no podía ocultar sus gestos de asco y fastidio, hasta que un día me dio a elegir: o papá a una casa de salud para ancianos o él se marchaba. Papá se quedó en casa.
Lo único que se conservó del apartamento y los muebles fue un piano sencillo, que ocupaba poco espacio y que papá usaba para ejercitar sus dedos, más que por la calidad musical del instrumento. A veces lo descubro a papá, en casa, mirándolo fijamente. Entonces lo acerco con el sillón y coloco, anhelante, sus manos sobre el teclado. Las mantiene inmóviles y me mira con un gesto de consternación extrema que me lastima.
Apremiada tuve que desempolvar y revalidar con cuarenta años bien cumplidos mi título de profesora de literatura, y a eso me dedico dando clases en un secundario para traer dinero a casa. Y poder pagarle a una muchacha que de a ratos cuida a papá. Una especie de resignación me domina, y solo pretendo vivir día a día. Me parece adivinar miradas de reproche en mis hijos, censurándome por haber permitido que su padre se fuera, pero estoy segura de haber hecho lo correcto. Más me convenzo de ello cuando se los lleva el domingo de paseo, despreocupado y acompañado por su atractiva novia. Olvidó todo rápidamente.
Hoy, con todo mi cansancio a cuestas, vuelvo a casa muy retrasada. Puedo imaginar todo lo que me espera; las tareas de los niños, preparar la cena, papá, otra noche sin sueños…Pero cuando abro la puerta, sorpresivamente, deliciosamente, escucho el sonido del piano. Mi mal día y mis penas se esfuman al momento, y en tres o cuatro zancadas estoy parada atrás de mi padre observándolo tocar, maravillada. Se percibe la dificultad en la ejecución, pero las notas surgen claras, precisas, y pese a la lentitud del ritmo vibran cargadas de sentimiento. Sus dedos anquilosados, se despliegan sin interrupción adelantándose una fracción de segundo a la nota, al acorde. Desde la mesa los niños escuchan y miran absortos mordiendo un extremos de sus lápices. Toca con dificultad “Para Elisa”, de Beethoven, una interpretación sencilla si estuviera en sus buenos tiempos, pero sabe suplir la rigidez con la emotividad. Termina de tocar, gira su sillón y mirando con una sonrisa mi rostro, me acaricia torpemente la mejilla húmeda.
Todos los días de mi vida recordaré ese momento único donde fuimos como nunca felices; mis hijos, mi padre y yo.
Papá falleció esa misma noche. Mi madre se llamaba Elisa.
Amado Dubarry