Todos gritamos en alguna oportunidad, usamos el grito para atemorizar, generar respetó, conseguir nuestro objetivo que «se queden quietos, que coman, que se duerman», pero gritar no es sano, no es pedagógico ni saludable para el cerebro de un niño. Lejos de resolver algo estamos activando en ellos dos tipos de respuestas emocionales, el miedo y la rabia.
Si el gritar se vuelve algo repetitivo y cotidiano, se lo va vivenciando en la familia como una herramienta habitual en la dinámica de comunicación con los hijos, el niño interioriza que el grito es la forma aceptable de comunicación, quedando expuesto a tolerar este tipo de acciones y a emplearlas el mismo en edades posteriores.
Por otro lado, elevar la voz tiene un impacto en el cerebro y desarrollo neurológico del niño, ya que el sistema de alarma se activa y se libera cortisol la hormona del estrés. El hipocampo la estructura cerebral relacionada con las emociones y la memoria tendrán un tamaño más reducido. El cuerpo calloso, punto de unión entre los dos hemisferios recibe menos flujo sanguíneo, afectando así su equilibrio emocional, la capacidad de atención y otros procesos cognitivos. El grito es una forma de maltrato, un arma invisible que no sirve, y tiene un impacto devastador en el cerebro de los niños
Emocionalmente los gritos afectan negativamente a la autovaloración y la autoestima, también repercute en su sensación de seguridad. La mayoría de los niños que se les grita pueden desarrollar indefensión aprendida, definida como la sensación de impotencia ante determinados acontecimientos, conlleva a la desmotivación, pobre autocontrol y mucho malestar emocional.
«Los niños interpretan el grito como reflejo del odio, si los padres se dirigen continuamente de este modo, se sentirán rechazados, no amados y despreciados»
Existen múltiples alternativas antes de recurrir al grito, si bien no hay una clave mágica podemos intentar:
Dar órdenes coherentes.
Identificarnos como figuras de apoyo incondicional.
Intentar un diálogo reflexivo.
Educar basado en pilares para construir un buen vínculo.
Compartir tiempo con calidad.
Reconocer ante nuestros hijos que no tenemos el derecho de pasar gritando, pedir perdón y comprometernos a que no se repetirá.
Aprendamos como adultos responsables a educar, disciplinar desde el corazón, la empatía y la responsabilidad. Este no es sólo posible, si no, necesario, sabiendo que el gritar hace un gran daño emocional y psicológico, tenemos una magnífica razón para dejar de hacerlo y protegerlos.