La tecnología es buena, me han hablado mucho de sus adelantos, que ayuda a la medicina, que ha avanzado tanto en estos años que nuestros abuelos se sienten apabullados por todo lo que ha traído de nuevo, en fin, que fue la solución a nuestras vidas (que pareciera hace 10 años atrás, haber sido parte de la prehistoria).
Es cierto que nos facilitó las cosas, pero entre tantos adelantos y maravillas, quizás suene descabellada la conclusión a la que llegué luego de haber sufrido tantos tropezones en una computadora, aquella jornada en especial: odio la tecnología.
– ¡Mansía!- gritó mi jefe desde el escritorio en ese día de cobro – ¡Hoy no viene Galarrea! ¡Imprima los recibos y tráigamelos así ya les voy pagando! –
Era una tarea nueva para mí, acostumbrado a moverme a la vieja usanza entre papeles, fojas y manchas de tinta, las planillas electrónicas me parecían una cosa más relacionada a la brujería que a la ciencia.
– Señor Fergaglio, mire que yo no entiendo mucho de este tema…-
– Entonces dejamos para cuando vuelva Galarrea… él se está curando de una apendicitis… son dos semanas más y cobran…
– ¡no señor! ¡Deje! ¡Algo vamo’ hacer!
El calor del pleno verano sofocaba en la oficina, me sequé la frente, abandoné el saco azul marino en el respaldo de mi silla y me dirigí al escritorio de Galarrea que estaba totalmente limpio, reluciente como si fuera para una foto de tapa de revista.
– Mire Mansía – habló el jefe – no es tan complicado, en el escritorio va a encontrar una carpeta que dice «Sueldos 2012″, busque el archivo que dice enero, imprime eso y me lo da…»
En tono tan indiferente como despreocupado, siguió con sus tareas y a mí se me cayó el mundo encima, los gastos excesivos de las fiestas todavía hacían mella en mi economía y aquella circunstancia me hizo recordar la gastada promesa que venía haciendo desde hace casi media década y que jamás cumplí «este año hago un curso de informática», me dije otra vez.
Después de un estudio minucioso de la torre de la computadora, encontré el botón mágico que empezó a encender luces en el teclado, en el ratón, en el monitor, en todo lo que estuviera enchufado a este aparato, un mensaje de bienvenida me dio un recibimiento grato con el que aflojé algunas de las muchas tensiones que aquella máquina me generaba, hasta que un frío cartel con un casillero en blanco y con un mensaje concreto disipó aquella ilusión, dejándome la sangre helada: “Ingrese Contraseña”.
En aquel momento el desconcierto me tornó un poco más inquieto, miré a un costado donde estaba Castillos silbando -como siempre- melodías de tangos ya memorizadas por mí y por todos los que lo rodeábamos, y que todavía no se había percatado de lo que venía sucediendo hasta ese momento… -¡Pirucho!- murmuré aterrorizado – ¡Me pide la contraseña!
-No me digas eso Mansito… Hoy tenemos que cobrar- Me contestó –La bruja ya me tiene hasta el cogote con que se quiere ir a pasear, este fin de semana me la llevo a Termas de Guaviyú y si no agarro guita y nos quedamos, me va a dejar la cabeza como una piñata –
Sacó el criollo de su oreja, el encendedor de su bolsillo, ¡con un movimiento automático lo encendió y de una sola pitada inundó la oficina con humo y olor a tabaco Castillos! – gritó el jefe desde la salita contigua, retándolo como niño con una orden dada ya mil veces -¿Qué hablamos de fumar acá adentro?
Para ese entonces, Castillos ya había abierto los cajones del escritorio de Galarrea, revolviendo cada huequito en busca de un indicio que le pudiera dar una pista de la contraseña famosa.
-Probá con el nombre de la mujer
-No creo… es divorciado…
-¿el nombre del hijo?
– No tiene…
-¿la chapa del auto?
-Ni idea… viene a trabajar en bici… ¡Fergaglio! ¡Venga por favor!- grité ansioso mientras Castillos se encerraba en el baño y la sala se llenaba nuevamente de olor a tabaco.
-¿qué pasa Mansía?… ¡Castillos! ¡apague eso!-
-la contraseña… no la sabemos…
– es 12345678… ¡Todo el mundo sabe eso!- se dio media vuelta y se fue…
Un conjunto de dibujitos mal organizados poblaba la pantalla, uno a uno, fui leyendo los cartelitos hasta encontrar aquel que tanto queríamos «sueldos 2012». Respiré descontracturado, ahora sí, por haber logrado el cometido de abrir el documento y encontrar en esa planilla perfectamente coloreada y organizada en detalle, número a número, los montos que teníamos que cobrar.
-¡Pirucho! ¿Viste que Galarrea cobra casi lo mismo que el jefe sólo por saber hacer estas porquerías? ¡Este año voy a hacer un curso de informática!-
Castillos recorrió una a una las pantallas que aparecían y se sentó en la silla para estudiar minuciosamente los números de cada uno, otra bocanada de humo inundó la oficina.
-¡Castillos! ¿Otra vez? ¡Mansía! ¡Imprima eso de una vez!-
El botón de la impresora, claramente resaltado entre los demás, fue presionado… varios carteles de advertencia ocuparon la pantalla… «la impresora no está conectada»… la enchufé… «la impresora no tiene papel»… le coloqué un mazo de hojas… «usted se está quedando sin tinta»… Castillos y yo mirábamos hartos y molestos cómo aparecían carteles y más motivos de retraso para la tarea, se iba yendo la tarde y faltaba media hora para retirarnos.
-¡Mansía! ¡Los recibos! ¡Castillos! ¡Fume en el patio por favor!-
La locura crecía, y para ese entonces Dominíquez se había acercado también, López miraba desde lejos por encima de los lentes masticando varios chicles, mordiendo la ansiedad y tamborileando con su lapicera en espera del pago.
-¡López! ¡Dejá de mover la mesa que me pones más nervioso! ¡Fergoglio!- grité desesperado -¿dónde carajos pongo la tinta?-
Con una mirada cómplice y ademanes nerviosos, me quitó de la silla de Galarrea y solucionó todo lo que surgía hasta tener en sus manos los recibos deseados. Para ese entonces la oficina estaba envuelta en una nube blanca, de a poco fueron sonando los tangos nuevamente y el repiqueteo de tambores fue cesando, yo estaba empapado y de a poco me fui tranquilizando.
Salimos media hora más tarde pero con plata en mano, aunque me dijeran lo contrario, esa tarde juré que nunca más iba a volver a agarrar una computadora.
Juan Pablo Nickleson