La noche del 10 de junio de 1970, Augusto Mariaga, guardia de la prisión de máxima seguridad en Chilpancingo, México, recorrió los pasillos y revisó los cerrojos de las celdas. Todo estaba en orden. Cerró luego la puerta de rejas, apagó las luces y se recostó en el camastro a mirar, en un pequeño aparato de televisión, los informes sobre desarrollo del mundial. No era un fanático del fútbol, pero la agitación que vivía el país le había despertado la pasión, sobre todo cuando jugaba la selección anfitriona. Los colores de la camiseta, los estadios repletos de banderas mexicanas, la solemnidad con que se cantaba el himno patrio antes de cada partido, lo emocionaban profundamente. Con los primeros triunfos del equipo y la alegría contagiosa de sus paisanos, Mariaga comenzó a sentirse unido al destino de la casaquilla verde y vagamente intuyó que en cada partido se disputaban cosas mayores como la entereza, la dignidad, la fuerza de un pueblo. Los rituales celebrados por la hinchada, la simbología de sus contenidos, terminaron de cautivarlo
Desde entonces comenzó a interesarse por las páginas deportivas que le acercaban datos de los jugadores de su selección. Saber los apodos, conocer detalles de sus vidas, era una forma de pertenencia, de admirarlos y agradecerles por los inolvidables momentos de felicidad que dan los triunfos. Mariaga había experimentado la alegría de la victoria en los días anteriores; recordaba muy bien ese estado que ensancha el pecho y hace olvidar, humillar a veces, a los perdedores. Y al igual que millones de mexicanos, esperaba un nuevo triunfo contra Bélgica.
El partido se jugó el 11 de junio en el estadio Azteca, ante ciento quince mil espectadores. Muchos años después, el capitán de la selección mexicana, Gustavo «Halcón» Peña, recordó en un reportaje que el equipo había sufrido varias bajas antes del encuentro. Los titulares Gabriel Núñez y Ernesto Cisnero habían sido separados por indisciplina y Alberto Onefre quedó afuera por una lesión. El deber de ganar, el entusiasmo incontenible de los aficionados, la propia condición de anfitriones, multiplicaba la presión.
«Fue un partido intenso, ese día bajé seis kilos» recordó el capitán.
Desde el inicio, el equipo mexicano logró empujar al rival a su cancha y comenzó a dominar el juego. Ataques por las puntas, pases rápidos, garra y fuerza. A los quince minutos, un defensa belga falló el cabezazo afuera del área y la pelota rodó hacia el arco. Un delantero mexicano corrió junto a un marcador y llegó primero, pero no pudo sacar el golpe porque el otro lo derribó con una tijera. El árbitro señaló el penal sin titubeos. Los jugadores belgas protestaron, gritaron, y terminaron aceptando el fallo mientras el estadio vibraba de algarabía entre vuelos de sombreros, trompetas de mariachis, ruido de grandes matracas.
El capitán del equipo ya había sido designado para ejecutar la falta, de manera que se adelantó, colocó la pelota en la marca y caminó hacia atrás. En ese momento el bullicio del estadio se apagó y sobrevino el silencio. Un silencio hondo que a muchos espectadores les hizo cerrar los ojos y contener la respiración. En el instante en que Peña se llenó los pulmones de aire para soltar la carrera, una señora que estaba por dar a luz a varios kilómetros de allí, pidió que no la entraran al quirófano. Quiso ver el desenlace y esperó hasta que el balón salió recto, a media altura, a la izquierda del arquero que se tiró bien, pero no alcanzó a detenerlo. Por la emoción de ese gol, la madre le dio al hijo el nombre de Gustavo; esto lo supo más tarde el capitán.
Tras el gol, el estadio prendió un carrusel verde al que se montaron las trompetas, los cohetes, el vuelo de los sombreros, y el ¡Viva México! coreado por la multitud.
A medida que transcurrieron los minutos, la algarabía fue cediendo al temor del empate. El partido se hizo confuso, trabado, lento. Para los mexicanos, cada minuto parecía bajar por el largo cuello de un embudo y mover apenas la aguja del cronómetro; para los belgas el reloj iba acelerado.
Fuera del estadio, las calles estaban desiertas. La gente se agrupaba en los bares, en las casas de familias a mirar el partido en los televisores. La ansiedad crecía, los nervios se anudaban. Había que ganar, había que cruzar por primera vez la frontera y llegar a la próxima ronda. La historia lo pedía, el pueblo lo pedía, la patria lo necesita. Y así ocurrió.
El árbitro levantó un brazo y señaló el centro del campo dando por terminado el encuentro. Una exhalación gutural desbordó las tribunas del estadio y rodó por las calles. La gente salía a las ventanas, a las puertas, gritaba Viva México, se abrazaba, lloraba. La victoria los envolvía con su goce y despertaba fuerzas dormidas. ¡Viva México! Alegría para ricos y pobres, para hombres y mujeres, para ateos y cristianos, para presos y guardias. El grito se oía en las calles, en las plazas, en la prisión de máxima seguridad de Chilpancingo. ¡Viva México! gritó Augusto Mariaga tomado por el fervor de la victoria y sacó su pistola. Corrió entonces por los pasillos disparando al aire y abrió los cerrojos que había cerrado la noche anterior liberando a ciento cuarenta y dos criminales.
Las crónicas difieren al informar del tratamiento que la Justicia dio al carcelero. Algunas dicen que fue absuelto, otras hablan reducción de la pena. Todas, en cambio, coinciden al afirmar que el veredicto de la corte se basó en que Mariaga «actuaba en (estado de) exaltación patriótica».