Sobre su creación literaria, Juan Carlos Ferreira ha dialogado con EL PUEBLO en más de una oportunidad, sobre todo cuando logró ser distinguido en importantes concursos, como el año pasado, en que uno de sus cuentos fue premiado por la Fundación Lolita Rubial de Minas, y un tiempo antes, cuando el Taller literario municipal “Horacio Quiroga” obtuvo el Premio Morosoli. Hoy, comparte con nuestros lectores un cuento de su autoría, inédito, y algunas reflexiones sobre literatura y arte en general. Arquitecto de profesión, entiende que existe una gran vinculación entre todas las ramas del arte donde la arquitectura no queda afuera, porque “es tal vez la más utilitaria de las artes”, sostiene.
La arquitectura y el cuento: “Encuentro un paralelismo entre el cuento y el croquis arquitectónico. Este es, por definición, undibujo rápido, que tiene otras dos características; por un lado, rigor geométrico: un círculo se dibuja como… un círculo, un rectángulo cuya relación entre los lados es 2 – 1 no se dibuja con relación, por ejemplo, 1,5 – 1. Por otro lado, economía expresiva, es decir, con los mínimos trazos, expresar mucho. Salvando el tema de la rapidez, puede haberla o no, el cuento tiene las otras dos características: el rigor con que se narra un suceso: ‘Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura’ y la economía de palabras: ‘Su luna de miel fue un largo escalofrío’”.
La arquitectura y la música: “También encuentro relación entre el proyecto arquitectónico y ciertas músicas. Un ejemplo: El bolero de Ravel; tengo una versión de una orquesta de unos 32 instrumentos, empieza con un instrumento que es la flauta y esa melodía se repite… y a lo largo de diez o quince minutos se van incorporando todos los instrumentos. La similitud con el proyecto es que también hay una idea central que se va desarrollando y se le van incorporando otras cosas. Otra similitud es con el jazz: una idea central y se van incorporando sonidos”.
Las características de un escritor: “Tener imaginación sin ninguna duda. La creatividad desbordante es absolutamente fundamental. La rebeldía también, los artistas renovadores quieren cambiar las cosas. Octavio Paz definía lo moderno como la tradición de la ruptura y todos los que han sido modernos han provocado rupturas; no sé si hubo alguna vez alguien más moderno que Miguel Angel, dominó dibujo, pintura y escultura. Y cuando quiso en una escultura alterar la relación de las manos con el resto del cuerpo en el David lo alteró, cuando quiso alterar el rostro de la Virgen María en la Piedad lo alteró; ahí están las rupturas, pero después de dominar la técnica. Me rechina cuando sin dominar la técnica se glorifican las rupturas”.
Lo aprendido en el Taller Horacio Quiroga: “Algo fundamental que aprendemos es a “podar” los textos. Es importante también que te escuchen, que te propongan variantes, pero también opinar sobre el trabajo de un compañero. Ha pasado que Leonardo (Garet) me ha corregido trabajos y yo digo: pero yo estaba convencido que esto estaba bien. Y él le hizo varias críticas…Pero es así como obra un maestro. Yo escribí algún trabajo que Leonardo me dijo: borralo, olvidate de él. Ahí está la enseñanza del maestro”.
Autores referentes: “Quiroga, Onetti, Acevedo Díaz… algunos cuentos y poemas de Mario Benedetti también me gustan. No voy a nombrar El Quijote porque me debo una relectura, pero quiero nombrar Cien años de Soledad, de García Márquez, y un autor que es Graham Green y su novela El revés de la trama, una novela que yo cada tanto releo”.
DIVISAS
Cuando sonó el teléfono del taller pensé que era alguno de los que llaman para comentar el triunfo de Uruguay, desde Eduardo que relata el gol de Ghiggia al estilo Carlos Solé hasta el Portugués que, con dominio del idioma, imita a un desconsolado brasileño: ¡Obdulio, foi o Obdulio! Escuché en cambio a una señora mayor, a juzgar por la voz, cascada y con resonancias de otro tiempo. Quería encargar un trabajo y me preguntó si podía pasar a buscarlo. Noté cierta ansiedad y contesté que iría esa misma tarde.
La casa, cercana a los galpones del ferrocarril, parecía salida del álbum del Centenario. No era una mansión, pero estaba bien conservada y sobresalía entre las otras. En el zaguán, el piso en blanco y negro era un símbolo de la época que se desvanecía.
Me recibió una anciana de batón azul con puntillas. Llevaba el cabello recogido y como único adorno, un relicario. Se sentía el aroma del agua de colonia. Comenzamos a conversar; había enviudado hacía poco más de un año.
— Con mi hija decidimos regalar la ropa de Nino al Hogar de Ancianos. Mi hijo y el yerno quisieron conservar el traje, un saco de media estación, las dos gorras –dijo con emoción–. Abrimos un baúl y mire lo que encontramos entre un montón de diarios –me enseñó un cinto campero. El cuero estaba manchado por la humedad y con la hebilla casi desprendida, pero los bolsillos y la canana estaban intactos. En el taller hacía esos cintos, pero nunca había visto uno tan hermoso.
— ¿Podrá dejarlo en condiciones? Me refiero a arreglar la hebilla y sacar esas feas manchas, limpiarlo. Había olvidado ese cinto pues Nino no lo usó desde… no sé desde cuándo. Sería lindo tenerlo como antes, ¿no?
Le aseguré que sí pues era material de gran calidad. Me despidió afectuosamente y decidí empezar esa misma tarde. Comencé a revisar el cinto por si tenía alguna otra rotura. Confirmé mi primera impresión: cuero de carpincho, hebilla de plata. Para mi sorpresa, en el interior encontré un casquillo de bala; aunque no soy conocedor de armas, me pareció que era de fusil. Lo puse junto a la lámpara y comencé por arreglar la hebilla. Tres días después estaba pronto, con el cuero brillante. El casquillo me intrigaba cada vez más; era un recuerdo del esposo, pero… ¿recuerdo de qué? Pensé que el viejo Muñoz, como le llamaban en el barrio, podría ayudarme: había estado en el ejército. Fui a verlo. Estaba en el patio, tomando su vino. Sentí inmediata simpatía por él: camisa leñadora, bombacha y alpargatas. En su cuello delgado, un pañuelo rojo. Lo saludé y ubicó mi familia de inmediato hasta mis bisabuelos. Acepté el vino y le mostré el casquillo. Se puso los lentes y lo examinó, frunciendo la nariz como si jugara al truco.
— Daudeteau –dijo mirándome por encima de sus lentes.
— No sé… no sé que significa ¿es un tipo de bala?
— Bala de fusil, calibre seis punto cinco. Y nombre del fusil también, el Mauser-Daudeteau o 1871 94. Otros le llamaban Mauser Dovitis. Muy bueno… excelente munición. La pólvora no dejaba humo. Ideal para distancias grandes.
— ¿Usted lo usó?
— ¡Cómo no! También los Remington. ¡Pero aquel era mejor! ¿De dónde sacó eso? –Al explicar lo sucedido Muñoz recordó al dueño del cinto.
— Yo lo conocí. Pero él no era militar… qué raro, chacrero de toda la vida. ¡Muy batllista el hombre! –era evidente la admiración partidaria en su voz– ¡Qué tiempos! Le voy a mostrar algo –se levantó con cierta dificultad y entró a la casa. Al volver trajo un sombrero marrón con divisa colorada, a la que besó–. Lo usé cuando me tocó servir, en el Ejército del Norte con el General Benavente; el reglamentario era el quepis, pero… mire –señaló, con un leve temblor en su mano, la inscripción: No te mancharé con la sangre del rendido.
Charlamos por un buen rato y tuve que rechazar la invitación a almorzar. Saludé al viejo combatiente con un abrazo, bromeando sobre mi condición de blanco. Envolví el cinto en un paño y fui a devolverlo. La viuda estaba sesteando, pero vino enseguida: la mirada traslucía ansiedad, como la de una niña que aguarda su regalo.
— Espero haber cumplido con usted.
Sostuvo el cinto frente a sus ojos para verlo bien; después de unos minutos, lo puso en la falda, acariciándolo. Me di cuenta que trataba de no llorar.
— Lo felicito, ha hecho un gran trabajo. Quiero pagarle ya, si es posible.
Decidí que no podía cobrarle. Insistió, pero mantuve mi negativa.
— Tengo algo para devolver, estaba en el bolsillo interior –dije sonriendo y le entregué el casquillo–. Es de un fusil ¿sabe? De 1904, me lo dijo alguien que sabe de armas.
Lo miró detenidamente y luego se reclinó en el sofá con los ojos cerrados. Apretó el metal en su mano y comenzó a llorar, sin poder detenerse. No me atreví a hablar. Sólo el péndulo del reloj contó el tiempo de su angustia, hasta que se serenó.
— Esto explica ahora tantas cosas –murmuró mirando a la ventana. Entrecerró los ojos y con un esfuerzo comenzó a hablar–. Nino siempre fue chacrero, amaba sembrar, cuidar los animales, los árboles. Su otra pasión era la caza, pero… nunca mató sino para comer… venados… jabalíes. Mi suegro le había enseñado a tirar y era, repito lo que sus amigos opinaban… infalible. Arismendi, para muchos el mejor tirador de la zona, solía decir: “Nunca vi un ojo y un pulso así, nunca.” Cuando nos casamos fui a vivir cerca de Constitución, donde Nino tenía la chacra. Tierra generosa para la naranja, la uva… en los montes abundaba la caza. Un día –hizo una pausa como ayudando a su memoria– vinieron dos hombres, uno de ellos, militar. Hablaron bajo el paraíso grande toda la tarde. Desde la cocina tuve la sensación de que querían convencerlo de algo y no podían. Al final se pusieron de acuerdo, me di cuenta por el apretón de manos.
— Mañana me voy –me dijo al entrar–. Al Sur. Perdoname.
— ¿En qué año fue eso?
— En el cuatro. A mediados de agosto. Un mes después estaba de regreso. Yo sabía que no se trataba de ningún mal comportamiento porque no era de grescas ni mala bebida. No me animé a preguntar. Bajó del caballo con el rostro desencajado.
— Era colorado ¿no?
— Batllista. ¿Sabe lo único que dijo? Cumplí con mi deber. Con el Partido, con Don Pepe. Colgó el sombrero y se fue al fondo, a armar un cigarro. Ese es –me señaló un sombrero en la pared, igual al de Muñoz, con la misma inscripción en la divisa–. Cuando murió Batlle y Ordóñez sintió un dolor como si fuera de su sangre, pero sólo comentó El hombre hizo su obra. Pudo vivir y hacer su obra.
— ¿Nunca habló de la guerra?
— Nunca, pero a veces le escuché, mientras dormía, El clarín… es el clarín de Camundá llamando a silencio… ¡ganamos! Con el tiempo observé algo pero no le encontré explicación… hasta hoy. Cada año la tristeza se adueñaba de él… caminaba con la mirada en el horizonte, hacia el Este. Le alcanzaba el mate y sus ojos quedaban fijos en los míos… Siempre en la misma fecha.
— ¿La fecha… de la muerte de Batlle?
— No –llevó sus dedos a la foto del esposo y luego se persignó–, el diez de setiembre, cuando murió el General… –su voz se fue en un susurro. Miró el casquillo como si le quemara. Me levanté para despedirme.
— Lléveselo. Si quiere dónelo a un museo. Me acompañó al zaguán y antes de que saliera abrió el relicario: en un lado tenía la foto de su amado Nino; en el otro la de Aparicio Saravia.