Frente a la estatua del atleta desnudo, pensé en el fuego, la rueda, la silla, los motores. Pensé en los íconos de lo que llamamos Progreso y pensé que los griegos del clasicismo no hubieran integrado el juego de ajedrez porque permite el empate.
La estatua representa al púgil Damóxenos, está ubicada entre los árboles del Parque Batlle, cerca del Obelisco a los Constituyentes. El atleta tiene los brazos en guardia, el tronco apenas inclinado hacia atrás y se dispone a sacar con su brazo derecho, un golpe recto, potente, con los dedos tensos hacia delante. Lleva las manos envueltas en correajes y los genitales, a diferencia de la obra original, se encuentran cubiertos con una hoja de parra. A unos sesenta metros de Damóxenes está la figura del otro púgil: Kreugas de Epidauro. Lleva la guardia levantada, la que permitió el golpe mortal de su oponente.
Múltiples grafitis han ensayado un arco expresivo de leyendas y colores sobre la anatomía de mármol, prefiriendo las zonas de la vergüenza de ambas figuras. A veces, los muchachos que juegan al fútbol en el césped del cantero, les cuelgan buzos, mochilas, recuestan las bicicletas.
El combate entre los dos púgiles fue en Nemea, Grecia, alrededor del año 492 a. C.
En esa época, las normas que regían el boxeo eran muy rudimentarias, aunque existía un compuesto normativo llamado Leyes Olímpicas que regulaba la actividad de todos los juegos y preveía sanciones severas para quienes las violaran. («Será azotado con vara todo aquel que hubiese intentado corromper a los jueces», decía una de esas normas)
Las competencias de boxeo se hacían en la arena con los espectadores alrededor. No existían los rounds y los combates duraban hasta que uno de los participantes quedaba inconsciente o levantaba el índice en señal de abandono. Estaba prohibido introducir los dedos en la boca o nariz del adversario y morder, cualquier otro golpe con los puños era permitido. Los atletas competían desnudos, con las manos y los antebrazos envueltos en cintas de cuero de becerro y el cuerpo frotado con aceite.
El combate de Damóxenos y Kreugas fue contado por Pausanias, historiador y cronista griego del siglo II a quién volveremos en más de una oportunidad desde esta columna.
La pelea fue intensa y pareja. Cruzaron golpes potentes sin lograr tumbar al otro. La paridad extendió el combate, los pugilistas mostraban agotamiento. De hecho, estaban empatados, no había vencido ni vencedor. Pero el espíritu griego de entonces no reconocía esa categoría. El areté, el honor y la gloria, el sentido religioso del juego, las ansias de triunfo de los atletas aún a costa de la vida, requerían un ganador. También el público y la costumbre lo pedían. No había otra forma de terminar una competencia deportiva, una batalla fingida; tenía que haber un ganador y un perdedor.
Por ello Damóxenos y Kreugas convinieron en definir el combate recibiendo alternativamente un golpe cada uno, sin anteponer defensa, hasta que alguno cayera o se declarara vencido. Tiraron a suerte y a Kreugas le tocó pegar primero. El golpe fue dirigido a la cabeza. Damóxenos lo aguantó y replicó con un amague que hizo levantar en forma instintiva los brazos del otro.
«Por ese tiempo- escribe el historiador Pausanias- los pugilistas todavía no llevaban una fina correa en la muñeca …, sino que boxeaban aún con guantes blandos, atados a la cavidad de la mano de forma que sus dedos podían quedar al descubierto…»
El detalle de los dedos extendidos está perfectamente definido en la escultura, lo mismo que el punto exacto en el que el atleta va por el cambio del pie de apoyo junto al nacimiento del golpe. Y lo disparó una y otra vez, con fuerza incontenible.
«Damóxenos- continúa Pausanias- con los dedos estirados golpeó a su adversario debajo de sus costillas, con sus afiladas uñas y la fuerza del golpe metió sus manos en las entrañas del otro, cogió sus intestinos y los desgarró al tirarlos hacia fuera».
Los árbitros descalificaron al pugilista, no por la violencia de la acción, sino por haber transgredido el acuerdo que establecía un golpe por vez. Kreugas murió desangrado.
Al igual que en otros episodios de los juegos antiguos, la corona, (en Nemea era de apio), la llevó el atleta muerto mientras que Damóxenos fue desterrado.
La historia de los púgiles fue tomada en el 1800 por el notable escultor italiano Antonio Cánova quien modeló en mármol ambas figuras. La obra se encuentra en el Museo del Vaticano.
A Uruguay llegó una copia a mediados de la década del treinta, con el «púdico agregado de las hojas de parra» anota con acierto el arquitecto Nery González en un artículo sobre los monumentos montevideanos.
Frente a esa escultura fue donde pensé que a los íconos del Progreso como el fuego, la rueda, la silla, los motores, hay que agregar otro, algo abstracto quizás, pero que representa con indudable claridad el paso del pensamiento aristócrata bárbaro al de la civilización: el empate.
Ignoro si este concepto se trasladó del juego a la guerra o de ésta a aquel. Si se cumpliera la primera hipótesis, habría que empezar a mirar de otra forma lo que nos cuentan las esculturas del pasado, los restos de vasijas, los utensilios desenterrados. Tal vez los Juegos de la antiguedad, algo distantes de los ojos que interpretaron la Historia, tengan, como las Ciencias y las Artes, mucho más para decir.